El compromiso político

Militantes, afiliados, simpatizantes, hinchas, fans, adherentes, invitados y floreros.


Germán Alonso, Galo Gutiérrez; Javier Ledesma; Alfredo Liébana; Mariano del Mazo; Luís Mosteiro; Joaquín Vida; entre otros militantes de varias federaciones suscriben el presente escrito.

Si los partidos políticos deben ser democráticos, a tenor de lo dispuesto en el Título Preliminar de la Constitución, tendremos que plantearnos cuál debe ser el papel de los militantes en la toma de decisiones. El partido es de facto una estructura jerarquizada y fuertemente burocratizada, con un encuadramiento de los militantes en agrupaciones locales, provinciales y regionales y con procesos de elección a través de representantes mediante listas cerradas y bloqueadas, junto con órganos de dirección y representación designados de forma indirecta. No creemos que el actual modelo sea el mejor para afrontar los retos a los que se enfrenta el PSOE en este nuevo ciclo político.

Todos coinciden en subrayar el alejamiento de la ciudadanía de la vida de los partidos, preocupación que aumenta en momentos de baja electoral. La diferencia entre el número de militantes y el de votantes es abrumadora. No hace tantos años un partido pequeño con vivo debate interno y gran capacidad de movilización sindical y social alcanzaba sus fines con eficacia, pero ahora tenemos una organización con muy escasa presencia social y casi nula creatividad ideológica. Para hacer frente a este desfase llevamos oyendo, desde hace tiempo, diversas soluciones para una implicación de los electores en la actividad partidista, mediante la fórmula de simpatizantes (primarias y grupos sectoriales), sin que hasta ahora se haya avanzado lo más mínimo en ninguna dirección que desbloquee la situación actual.

¿Qué papel le corresponde al militante? ¿Queremos que sea un sujeto activo de la vida de un partido democrático, ciudadano corresponsable de las decisiones que se adopten? ¿O sólo interesa como clientela en un proceso electoral interno? ¿O es más bien, alguien que sirve para repartir propaganda, ir de interventor en las elecciones y aplaudir a rabiar las decisiones que han tomado otros en su nombre? ¿Por qué no cheerleaders que den un buen look para animar al líder y hacer bulto con glamour en el mitin de turno? ¿No es esa la moda en comunicación televisiva que últimamente inspira nuestras campañas y convenciones?

Cuando todavía no está claro qué pueden esperar los militantes del PSOE de su organización, excepción hecha de a) hacer carrera política siguiendo los cánones y los modelos de conducta de los profesionales y b) hacer de palmeros en una fiesta planificada por otros, la comisión ejecutiva y los candidatos vuelven a la carga con propuestas en las que se promueven métodos de democracia directa (confusamente llamados primarias), con participación de los “simpatizantes” del PSOE. De momento, sólo para elegir los cabezas de cartel electoral, pero dentro de la vorágine acrítica, en breve, podrá ampliarse para cualquier otra función.

Los aparatos de cualquier partido, en su vocación de mantenerse en el poder a toda costa y ganar batallas de imagen como sea, se lanzan a una apertura mediática a la sociedad, mostrando, en el fondo, desconfianza en las propias estructuras del partido y en los militantes, como se viene poniendo de manifiesto desde hace décadas. Un exponente de esta desconfianza es la necesidad de contar con “independientes”, que representen a la “sociedad”, como si los militantes fueran extraterrestres o vivieran en una burbuja insensible a la realidad social del país. Dados sus escasos réditos, parece que hoy ya no está tan de moda la figura de aquellos fichajes galácticos que pocos goles marcaban, los “independientes de reconocido prestigio”, cuyos grandes méritos eran representarse a sí mismos hablando en nombre de las más dispares causas y de los más variados colectivos.

Yendo al fondo de la cuestión, vemos que todo este asunto se ha planteado más como una estrategia de comunicación que como una política de participación.

La participación real en la toma de decisiones y la apertura de espacios de opinión entre los militantes no han interesado demasiado a los políticos profesionales que llevan el día a día de su gestión sin contrastar sus opiniones con nadie. El hiperliderazgo nos ha llevado a una política de hechos consumados a cargo del secretario general con un sanedrín de confianza que ha hurtado el debate previo y la consulta, en un régimen de despotismo escasamente ilustrado.

Simultáneamente, el desgaste y el creciente divorcio entre las estructuras del partido y la sociedad real se han traducido en un severo retroceso electoral que obliga a la organización a iniciar una larga marcha en busca del voto perdido, en pos del espacio socio-político que estamos dejando de ocupar.

Ahora bien, si de lo que se trata es de una operación más de marketing y maquillaje, destinada a reconquistar el voto y a captar segmentos del mercado: los jóvenes, las mujeres, los emprendedores y otros sectores, a ver si conseguimos más cuota a costa del esperable bajón de nuestros contrincantes, no habrá un cambio de fondo. Seguiremos con un modelo en el que quienes comparten los principios e ideas del socialismo seguirán como meros comparsas, convidados de piedra, espectadores, el público invitado a un programa de televisión en el que le dicen cuándo tiene que aplaudir.

Está bien abrir el partido a los simpatizantes. Habría que definir la fórmula, que no sea un mero reclamo propagandístico, cuál es el grado de compromiso que se le pide a la gente. Pero lo primero sería democratizar de verdad, cumplir el artículo 6º de la Constitución. Y democratizar no es sólo hacer unas “primarias” puntualmente, democratizar significa que los líderes estén en contacto permanente con sus representados y responder políticamente ante ellos.

Quede claro que en 2012 la aceptación de todo producto requiere marketing, por supuesto, buen marketing. Sin embargo, antes deberíamos garantizar la calidad del producto, con la participación de más gente en su diseño, que no nos lo den terminado. Guiños, gestos, señales, tras las huecas palabras se esconde el vacío ideológico más radical. No se puede vender un proyecto político igual que la Coca-Cola. Sí cabe en la línea del cortoplacismo, pero no tiene recorrido más allá de los flashes, las cuñas y el efímero fulgor del spot publicitario.

Un partido político debe tener unas estructuras permanentes. Nadie sensato discute su necesidad. La transición blindó a unos partidos muy débiles, creando estructuras demasiado cerradas. Hoy, una vez que el sistema de participación política a través de los partidos ya está consolidado, lo que toca es ser leales al mandato constitucional y democratizar la vida interna de las organizaciones políticas, garantizando el pluralismo y la participación y la difusión libre de ideas y proyectos.

A través de la red tenemos mecanismos para saber lo que piensa la gente. No se pretende suplantar las estructuras de la democracia representativa. Tampoco se trata de reivindicar el asamblearismo de los indignados de la Puerta del Sol. Pero es obvio que ese descontento difuso que no ha encontrado un canal porque no se ha organizado tiene que tener alguien que lo defienda. Y un partido democrático debe ser de verdad el valedor de esos ciudadanos a los que aspira a representar.

Por eso, si el propósito es que el partido sea el representante social de sus electores, los militantes no pueden ser tratados como simpatizantes, llamados sólo para adherirse y condenados a ser sujetos pasivos en la acción política. Porque lo que tocaría ahora, para hacer frente a la derecha más dura en este nuevo ciclo político, sería aumentar masivamente la afiliación. Y exceptuando que los jóvenes (o los ciudadanos que no se han querido afiliar) se acerquen para dedicarse profesionalmente a la política, la pregunta es: ¿para qué militar en un partido como el PSOE?


1 de febrero de 2012